Mitoplanos en Miligramo
El 11 de junio de 2008, en la inuguración de la muestra del mismo nombre, fue presentado en la Galería Mundo de Bogotá el libro Mitoplanos de Hernán Sansone.
El libro reproduce las 23 obras que Sansone exhibió en la muestra acompañadas por un texto de Gobi, a manera de prólogo.
Mitoplanos ha sido editado conjuntamente por Editorial Mundo y Editorial El Miligramo.
A continuación, y con el debido permiso de la editorial, reproducimos el texto:
UN GRAN MALENTENDIDO
Es raro. Se suele hablar de universalidad como de una virtud. Sobretodo en literatura donde, casualmente, es inconcebible. En general se sobrevaloran ésta y otras supuestas virtudes del arte en función de su eficacia como arma de comunicación. Supongo que por cuestiones de marketing. Cuanto más gente lo reciba y comprenda, mejor. En este sentido el mensaje o la obra más sonsa es la más democrática. El resto es sudor de curadores.
La confusión abunda. Y en medio de la confusión es más fácil adorar ideas que forjar objetos. Estamos sumergidos en un océano de supuestos incuestionables. Como decía cierto aristócrata polaco: “Presiento que la Hora de la Retirada General va a sonar pronto.”
Perdón por la parrafada pero es que Todo no es más que un Gran Malentendido y alguien con conocimiento de causa y sin nada que perder debe despacharse a gusto y desquilatar el sibilino prestigio de la charlatanería.
He dedicado más de sesenta años a la dirección musical en la Fanfarria de la Policía de Potosí y sé de lo que hablo. Fijaos: no hay más que parar la oreja: ¿qué es lo que se oye?: Golpes machucando el silencio. Esto es Universal.
Ergo, no hay nada menos universal que la música. En general se sostiene lo contrario debido a su excesiva reputación y a la creencia, muy extendida desde el romanticismo, de que apacigua fieras, es decir, la fe que sobrevalúa las virtudes persuasivas de los sonidos más o menos armónicos alineados en sucesión.
Desconfiad de toda afirmación en forma de eslogan. Si hasta ignoramos si es verdad que el arte es comunicación. ¿Y si realmente lo fuera, qué? ¿El tal acto de comunicación sería entre quién y quien?
Benedetto Vincenti nunca opinó sobre el particular. Pero es sabido lo que pensaba así como es sabido que no lo dijo (supongo que no era la época oportuna para expresarlo). Vincenti opinaba que la música es un acto de comunicación entre el hombre y sus muertos. O viceversa. Pero ¿con qué fin? Lamentablemente ya no podremos preguntarle a Vincenti salvo, según él, a través de la música.
De admitir la universalidad habría que aceptar conjuntamente su condición momentánea, intranquila, azorada. Sucede con sonidos más broncos. Observad: la diferencia es sutil. El goteo de un grifo podría llegarse a considerar como lenguaje universal. En cambio el de una clepsidra… no sé. Quién sabe.
Tal vez la música haya sido antiguamente un lenguaje verdaderamente universal, en los primeros años del hombre, cuando éramos tan pocos y nos juntábamos a batucar por frío o aburrimiento.
A propósito, fue debido al frío y al aburrimiento que me acerqué por primera vez a la obra de Hernán Sansone. Fue en un consultorio de dentista, en la ciudad menos universal del mundo: Buenos Aires. Yo había salido del Hotel Savoy en guayabera y la nieve me sorprendió a mitad de camino, a varias cuadras de cualquier destino decente. Entré al consultorio como podría haber entrado al Palacio de la Papa Frita, buscando el consuelo de la calefacción y la compañía. Estaba lleno de gente. Acá tengo para rato, me dije y busqué en el revistero. Encontré un libro de Brian W. Aldiss y me puse a leerlo. No recuerdo de qué libro se trataba, lo cual no es grave ya que han pasado casi veinte años. Sí recuerdo, con sospechosa claridad, la situación precisa en que me di de narices con »El Gato de Wilcock«, una estampa de Sansone de mediados de los noventa de marcada tendencia enciclopedista. A diferencia de otras obras de juventud en ésta Sansone pareciera ya saber lo que le espera, es decir, que acabará dibujando tesoros de posibles mapas sobre los múltiples restos del Naufragio de la Imagen.
Para que el sucedido sea inteligible paso a describir someramente la bestia: se trata de una Cabeza de Gato mitad completamente descarnada, cadavérica y mitad despellejada; de tal manera que puede verse su estructura muscular de un lado y la ósea del otro. La bisectriz radial que separa ambos hemisferios está señalada por una Flecha al igual que cada una de las partes relevantes del resto del busto, acompañada, cada Flecha, de una o dos palabras aclaratorias en vaya uno a saber qué idioma.
Es importante señalar que el encontronazo con el felino se produjo en un café, un bar que Aldiss escorza en una esquina incómoda y cosmopolita del siglo XXIII. Como suele suceder en sus libros, se ha producido un desplazamiento desgarrador en la estructura espacio/temporal y las cosas -y los cosos- han sido disparadas hacia atrás y hacia adelante en el tiempo sin ton ni son, barajados con promiscuidad atómica.
Mi primera reacción no fue tal. A decir verdad no reaccioné. Estaba demasiado embotado por la suma de extraños acontecimientos y por las insanas emanaciones que me veía obligado a respirar en aquel ámbito suboxigenado. Fue el Gato de Wilcock quien abrió el diálogo. Podría jurar que dijo: ¡Schierzu! que en el idioma de aquellas gentes del futuro quiere decir Mú. Cuando logré salir de mi asombro le contesté que me resultaba pasmoso que un gato, por más despellejado que estuviera, se traspapelara tanto en su lenguaje.
Entonces me amonestó con un gesto áureo, casi egipcio, y me dijo que sólo estaba pidiendo un té. Me explicó que el te Mú es una antigua infusión de origen chino, resultado de la mezcla de diez y seis partes: quince de hierbas y una de ging-sen. Agregó que por otra parte el equívoco ameritaba cierto crédito ya que los idiomas felinos y vacunos antiguamente eran vecinos… Llegado a este punto se explayó sobre la amistad entre la diosa Bast y la blanca Io y me describió con detalle su bastión secreto.
Asombrado por su erudición convine en que un Gato de ese aspecto y esa cultura se veía como aceituna en país de fresas en un libro de Aldiss. Creo que sonrió, es difícil saberlo (su dentadura de calavera es pura sonrisa todo el tiempo).
Me explicó que Todo no era más que un Gran Malentendido, que detestaba la Ciencia Ficción. Y fue entonces que me pidió el primer favor (el primero de una serie que aún no cesa): que lo descolgara inmediatamente de aquel bar, de aquel libro, de aquella sala de espera de dentista y lo llevara conmigo.
Así lo hice. Sin demasiadas dificultades. Mi profesión me dio siempre sobradas oportunidades de practicar el método sustractivo sin los riesgos ordinarios que acechan al mangante.
En fin, acomodé el Sansone bajo el brazo y aquí lo tengo todavía, colgado en mi bufete de ex-funcionario. El marco pide a gritos una mano de laca. Mi Gato no se queja. A veces pasa meses sin dirigirme la palabra.
Atilio Choque Vilque
Subcomandante Departamental Retirado
Policía del Potosí
(Vertido del quechua por Sergio Gobi)